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Cleopatra en Tarso: El arte de la seducción hecha Imperio

La encarnación viviente de Afrodita

Oh tú, lector curioso, que ansías sorber los perfumes del pasado, ven y permite que te conduzca por las aguas cálidas del Cidno, donde no solo navegó un barco, sino una visión: la encarnación viviente de Afrodita.
Déjate mecer por las olas del tiempo, pues he de contarte —con la miel de la voz que hizo temblar a emperadores— cómo Cleopatra VII, reina de Egipto y señora de los corazones, no conquistó con ejércitos… sino con un espectáculo de dioses.

Aquel día de oro, en el año 41 a.C., la ciudad de Tarso, en la antigua Cilicia, se volvió escenario de una aparición.
Marco Antonio, triunviro de Roma, esperaba una embajadora.
Recibiría, sin embargo, un eclipse. Porque Cleopatra no llegó, se manifestó.

Surcando el río como si las aguas mismas le ofrecieran reverencia, su barco se presentó ante los ojos romanos como un templo flotante. Su popa relucía en oro bruñido; sus velas, teñidas del púrpura reservado a los emperadores, se inflaban como los suspiros de los que la veían. Remos de plata hendían el río al ritmo de una sinfonía de flautas, arpas y liras, mientras el aroma del incienso y el mirra embriagaba la orilla entera.
Ella, ¡ah, ella!, no simplemente iba en aquel barco: lo revestía de mito.
Bajo un dosel bordado con hilos de oro, vestida como Afrodita nacida del mar, Cleopatra no caminaba: flotaba, irradiando el poder de mil reinas.
Su piel perfumada parecía beber la luz del sol, y sus ojos, grandes como secretos, fulminaban con una promesa tan antigua como el Nilo: “Roma vendrá a mí, no yo a Roma”.
Marco Antonio, soldado de guerras y glorias, hijo de una república moribunda, fue desarmado por la visión. Él, que había marchado con legiones, quedó mudo ante una mujer que cenaba entre almohadones de lino y platos de esmeralda.

Cleopatra no hablaba: dictaba un nuevo destino.

En su banquete, hubo música, danzas, manjares perfumados y vino que no embriagaba tanto como su mirada.
Cada gesto, cada palabra, cada risa suya era un hilo más en la red que tejía alrededor del general romano.
Y así, lo que comenzó como un encuentro diplomático, devino en alianza, pasión, y en la eterna danza de un amor plaónico que mecería los sentimientos del hombre más poderoso de Roma, y cuya historia de amor encandilaría al mundo entero.

Pero, ¿acaso se les puede culpar por amarse hasta la muerte?
Porque cuando Cleopatra remontó el Cidno, no fue solo una reina quien llegó: fue Egipto entero quien desbordó el río, envuelto en perfume y oro, para recordar al mundo que el poder también se viste de seducción.

Lector, cuando recuerdes a César, a Octavio o a Marco Antonio, recuerda también que hubo una mujer cuya sola entrada hizo temblar al Imperio Romano.
Cleopatra no solo amó a Roma. La desafió, la envolvió, y por un instante eterno… ¡La dominó!.

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