La manifestación suprema del Opus Alchemicum
La Asunción de la Virgen, de Juan Vicente Ribera |
De acuerdo a la tradición, hace más de dos mil años, un 15 de agosto, María, la madre de Jesús, rodeada de los discípulos del Maestro, eleva su tasa vibratoria a tal nivel que alcanza la Ascensión.
Y a partir de ese momento no se separa más de la raza humana, a pesar de que ella es ya una estrella más en la bóveda celeste del Universo.
En los círculos esotéricos, este acontecimiento es interpretado como la manifestación suprema del Opus Alchemicum: la transmutación completa de la materia en luz.
No se trata solo de un hecho religioso, sino de un símbolo universal del camino de perfección que, según la alquimia espiritual, todo ser humano puede recorrer.
María se convierte así en el arquetipo de la unión entre lo terreno y lo divino, el “metal” que se transmuta en oro puro, la materia que asciende a la vibración de las estrellas.
Para los alquimistas medievales, su figura representaba la piedra filosofal viva, la llave que abre el umbral hacia un estado de conciencia donde tiempo y espacio dejan de ser límites. En cada laboratorio oculto, entre crisoles y antorchas, el recuerdo de su ascensión servía como recordatorio de que el verdadero trabajo no era la fabricación de oro físico, sino la purificación del alma.
El 15 de agosto cae bajo el signo de Leo, regido por el Sol, centro de luz y energía en el zodiaco. Para muchas escuelas astrológicas, este día marca el momento en que la fuerza solar alcanza su plenitud antes de ceder el paso a la energía introspectiva de Virgo. En los antiguos ritos zodiacales, el tránsito de Leo a Virgo simbolizaba el paso de la gloria exterior a la cosecha interior: de la corona dorada del rey al manto de la sacerdotisa.
Los iniciados veían en esta transición un espejo del viaje de María: de la realeza espiritual a la maternidad cósmica, del resplandor solar a la protección nutricia.
No es casual que esta imagen de la “Madre celestial” recuerde a la gran Isis del Antiguo Egipto, la diosa que, sentada en su trono, amamantaba al joven Horus. Para los hermetistas, María y Isis son dos rostros de una misma fuerza arquetípica: la Madre del Mundo, la mediadora entre lo humano y lo divino, guardiana de los misterios de la vida y de la muerte.
En los templos egipcios, el culto an Isis se asociaba también con el calendario astronómico: su estrella, Sirio, marcaba el inicio del año y anunciaba la crecida del Nilo, símbolo de fertilidad y renovación. En la tradición cristiana, la fiesta de la Asunción refleja ese mismo patrón: un ciclo de plenitud, renovación y promesa de inmortalidad.
Hoy, en templos y plazas, en catedrales y reuniones esotéricas, el 15 de agosto se vive como un portal en el que confluyen antiguas corrientes con la festividad de la Asunción: la fuerza solar de Leo, la pureza de Virgo, la madre cristiana y la diosa egipcia. Entre cánticos marianos y evocaciones a la Madre de los Misterios, María sigue siendo para muchos la nueva Isis: aquella que vela por las almas en su viaje a través del zodiaco, y que, desde su trono estelar, guía la Gran Obra hacia la luz.
Y a partir de ese momento no se separa más de la raza humana, a pesar de que ella es ya una estrella más en la bóveda celeste del universo.
Por: Fanny Jimenez